“la hizo a mayor
gloria de María Santísima un monje del parral”. Éste era el único dato sobre el autor de la
hechura de la imagen de Ntra. Sra. de la Soledad, hasta que en el año 2010 y gracias a los
trabajos de investigación del historiador D. Juan Manuel Martín Robles, sabemos
que su nombre es José María Aguilar Collados –Fray José María de Madrid–
Autor: José María
AGUILAR COLLADOS. Fray José María de Madrid ( Madrid, 1909 / Palma de
Mallorca 1992)
Artista de sólida formación influida por los dictados de la Iglesia contemporánea, la
obra de Aguilar evolucionará desde formas neobarrocas, acordes al espíritu del
momento, hasta formas simbólica e introvertidas plenamente identificadas con
las propuestas meditacionales y místicas que expusiese en su discurso de
ingreso a la Real Academia
de Bellas Artes de Sevilla en 1959.
De su imaginería procesional nada podemos destacar. A pesar
de lo extenso e intenso catálogo de su obra; del momento histórico en que
desarrollará su actividad plástica, caracterizado por la perentoria recuperación espiritual y material de la maltrecha Iglesia española; de haber
profesado en el monasterio de San Isidoro del campo de Santiponce (Sevilla) y
de haber tenido documentados contactos con los ambientes artísticos de Sevilla
entre 1956 y 1964, momento de auge del movimiento cofradiero de la ciudad; y de
que toda su obra documentada es religiosa, la imagen de la Soledad es, casi con toda
certeza, la única imagen procesional realizado por José María Aguilar Collados.
Nuestra Señora de La Soledad
Representación piadosa del momento en el que, tras el
Entierro de Cristo, “la Virgen
queda sola con su dolor”
Talla completa en madera ricamente policromada y estofada,
atendiendo el artífice a técnicas tradicionales, en esta imagen de 160 centímetros de
altura se muestra Aguilar deudor de las nuevas corrientes escultóricas
religiosas lo que le llevaría a alejarse, a pesar de tratarse de una escultura
aún en línea con los modelos neobarrocos
imperantes, del abatimiento físico y la expresión afligida que caracterizará a
la representación históricista de la
Soledad de María.
De pie. Ligeramente inclinada hacia delante, abatida por el
dolor, la talla de Nuestra Señora de la Soledad muestra un
acusado dinamismo que rompe la frontalidad de la pieza, refuerza el vigor
dramático de la imagen y tendrá su correspondencia en el plegado de sus ropas.
En un evidente y elegante contraposto, su pierna derecha, flexionada, se
adelanta respecto a la izquierda, compensando así el movimiento de su brazo
derecho, que según se separa del tronco,
y el pronunciado giro, también hacia la derecha, de su cabeza. Su mano
izquierda, equilibrando el movimiento de la pierna, reposa dulcemente sobre su
pecho a la altura de su corazón.
A pesar del sufrimiento latente en su mirada entornada, baja
y desolada, dirigida a los instrumentos de la Pasión que porta en su diestra, María se presenta
como una joven de idealizada belleza, como corresponde a la representación
barroca de la Virgen.
En su rostro girado a la derecha, ofreciéndonos un perfil de
rasgos clásicos, se destacarán, bajo unas perfiladas cejas enarcadas, sus
abultados ojos, de cristal y sin pestañas, hinchados por el llanto y el
sufrimiento de la Madre
ante los suplicios de su Hijo. De aquellos brotan dos lágrimas de cristal que resbalan
por sus sonrosadas mejillas. Su boca en un gesto de desolación, permanece
entreabierta, dejando ver la nívea dentadura tallada; sus labios, rajados y
amoratados, son expresión última de su desconsuelo.
En su mano diestra, adelantada hacia el espectador porta los
tres clavos con los que Cristo fuese clavado al madero y la corona de espinas
con la que, sarcásticamente lo intitulasen en casa de Pocio Pilato “Rey de los
judios”, su izquierda queda apoyada sobre el pecho de un intento de consolar a
su maltratado corazón, traspasado por siete espadas en recuerdo de los
sufrimientos de su Hijo.
Rompiendo con la imagen arquetípica de la Soledad, aquella que
crease en 1565 Gaspar de Becerra, la
Soledad virgitana no viste el luto imperante en
tiempos de Felipe II. Su vestimenta se asemeja más a una mujer hebrea del
tiempo de Jesús: saya encarnada decorada por doradas cruces de desarrollo
vegetal y áureos tondos ornados con angelotes de rollizas carnaciones rosáceas
que portan coronas de flores, con amplio escote ricamente bordado, que deja al
descubierto el cuello de la
Virgen; cofia blanca que cubre su cabello y enmarca
pulcramente el óvalo facial; y mando azul preciosamente estofado en su parte
posterior, artificiosamente recogido en su brazo derecho y abrochado en su
pecho por broncíneo broche gallonado. A pesar de ser la suya una túnica larga,
sus pies, calzados por monásticas sandallias, quedan visibles.
Sin corona ni resplandor, tan solo se añade a la talla el
blanco pañuelo que porta en su mano izquierda.
"Del estudio realizado por Don Juan Manuel Martín Robles"
"Del estudio realizado por Don Juan Manuel Martín Robles"
